Por Claudia Molina B.
Leonarda Villalobos dejó la cárcel. Ocho meses estuvo tras las rejas por su participación en el escándalo conocido como “Caso Audios”, tras grabar —sin autorización— una conversación con el abogado Luis Hermosilla y el empresario Daniel Sauer. En esa cita, se hablaba abiertamente de pagos a funcionarios públicos. Coimas, en lenguaje directo. Corrupción, en lenguaje país. Un audio que destapó uno de los episodios más crudos de descomposición del poder judicial chileno.
Pero ahora, el propio Hermosilla —desde Capitán Yáber— exige a la Fiscalía que la persiga penalmente. Su defensa, liderada por su hermano Juan Pablo Hermosilla, acusa a Villalobos de haber orquestado una “puesta en escena”, de haber violado el secreto profesional, prevaricado como abogada y vulnerado el derecho a la privacidad del penalista. La querella, admitida por el Cuarto Juzgado de Garantía de Santiago, lleva más de dos meses sin avanzar, lo que generó una molestia explícita de la defensa del otrora “más influyente y caro abogado del país”.
¿Hay delito en lo que hizo Villalobos? Sí, probablemente. La grabación de una conversación privada sin consentimiento es una infracción legal en Chile. Pero sería una torpeza imperdonable quedarse sólo en ese punto. Porque sin esa grabación —ilegal, polémica, incómoda— el país jamás habría conocido la profundidad del entramado de corrupción que salpicó a jueces, fiscales, empresarios y abogados del más alto nivel.
Si hoy se cuestionan los vínculos oscuros entre la justicia y el poder económico, es gracias a ese registro. Si sabemos que se coordinaban pagos para influir en decisiones judiciales, es por ese audio. Si las confianzas en la élite jurídica se desplomaron, no fue por un delirio colectivo: fue porque alguien se atrevió a encender el micrófono.
Lo que Villalobos hizo no fue ético, no fue legal. Pero fue revelador. En un país donde la justicia ha sido durante décadas una fortaleza blindada por el silencio corporativo, ella rompió el pacto de impunidad. ¿Por interés personal? ¿Por cálculo? Tal vez. Pero también por una intuición que, con todas sus contradicciones, encendió una alarma nacional.
El dilema, entonces, no es sólo jurídico. Es político, social y ético. Porque si se termina condenando a Villalobos sin avanzar con la misma fuerza sobre el contenido del audio —es decir, sobre la red de corrupción que dejó al desnudo— entonces no habremos aprendido nada. Estaremos castigando al mensajero para proteger al sistema.
La defensa de Hermosilla insiste en que su representado fue manipulado, que todo fue un ardid. Que el audio lo ha dañado en su honra. Pero, ¿y la honra del país? ¿Y la confianza pública en sus instituciones judiciales? ¿Y los millones de chilenos que intentaban seguir creyendo en los tribunales pensando en que era un lugar donde la ley debía pesar más que los billetes?
Este no es un alegato a favor de la impunidad de Villalobos. Es un llamado a no perder el foco. A no permitir que se use la ley para vengarse de quien, aunque con métodos cuestionables, hizo caer una muralla de poder que parecía infranqueable.
Porque si todo lo que queda después del “caso Audios” es una condena contra una abogada por grabar una conversación, mientras los corruptos siguen blindados, entonces el sistema no está corrigiéndose. Está vengándose.
Y eso sería, otra vez, una injusticia.