Nicolás Maduro no es el único que se aferra al discurso de la conspiración cada vez que su gobierno se enfrenta a la oposición. En Argentina, el presidente Javier Milei lanza acusaciones de golpe de Estado hacia aquellos que se manifestaron en una reciente marcha de jubilados que terminó en disturbios violentos. Al igual que en otras dictaduras latinoamericanas, la retórica se torna peligrosa cuando se apunta a “los barrabravas” y se asocia a la oposición política con el desorden y la violencia.
La concentración frente al Congreso de Buenos Aires dejó más de 100 detenidos y cerca de 50 heridos. La ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, mostró un desprecio notable hacia uno de los heridos, el fotoperiodista Pablo Grillo, a quien descalificó por su supuesta militancia, argumentando un revés en el relato oficial. Esto no hizo más que avivar la indignación: los ataques del gobierno hacia figuras del periodismo se vuelven cada vez más agresivos y selectivos.
Mientras tanto, la vicepresidenta Victoria Villarruel intentó establecer un campo entre la represión y el derecho a manifestarse, aunque su comentario sobre la necesidad de reprimir la violencia desató críticas. En un contexto donde la oposición es asediada, parece que Villarruel busca distanciarse del radicalismo de Milei, que no es bien recibido por todos los sectores de la sociedad.
En el hemiciclo, la tensión se sentía a flor de piel. Mientras afloraban los enfrentamientos entre los diputados, se debatía la creación de una comisión de investigación sobre la estafa relacionada con la criptodivisa que ha llevado a la administración de Milei al borde del colapso. La falta de unidad en tiempos de crisis evidencia la fragilidad del ultraderechista en el poder.
La construcción de narrativas que criminalizan la disidencia y la oposición se ha vuelto un sello distintivo del régimen de Milei. En el fondo, esta guerra retórica esconde una verdad más inquietante: el gobierno busca deslegitimar todo tipo de resistencia y mantener su control a cualquier costo.