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Opinión| Moral sin empatía, símbolos sin sentido: una puesta en escena anacrónica en el Congreso chileno en última Cuenta Pública

Por Claudia Molina B.| Factos Opinión Durante la última cuenta pública del presidente Gabriel Boric, un grupo de diputadas del Partido Social Cristiano decidió realizar un gesto político cargado de simbolismo y provocación. Con pañuelos celestes al cuello —la consigna “Por las dos vidas” impresa sobre ellos— y levantando una bandera del Estado de Israel […]

Por Claudia Molina B.| Factos Opinión

Durante la última cuenta pública del presidente Gabriel Boric, un grupo de diputadas del Partido Social Cristiano decidió realizar un gesto político cargado de simbolismo y provocación. Con pañuelos celestes al cuello —la consigna “Por las dos vidas” impresa sobre ellos— y levantando una bandera del Estado de Israel en plena sesión, irrumpieron no sólo en el tono institucional del acto, sino también en el respeto básico que merece un presidente saliente y la ciudadanía a la que dicen representar.

La escena, torpe en forma pero reveladora en contenido, merece más que una simple crítica coyuntural. Expone, con crudeza, una forma de hacer política anclada en la negación de derechos y en la manipulación de símbolos con fines ideológicos.

Este tipo de gesto tiene raíces antiguas. A lo largo de la historia, élites religiosas o imperiales han usado discursos morales absolutistas y emblemas sacralizados para imponer su visión del mundo. Como señaló Michel Foucault, el biopoder —el poder sobre los cuerpos y las vidas— se ejerce cuando instituciones definen qué vidas deben ser protegidas y cuáles pueden ser sacrificadas. En ese juego de control, los cuerpos de las mujeres han sido siempre territorio de disputa.

La consigna “Por las dos vidas” no es una propuesta ética, sino una consigna simplista. Una ley de aborto libre no obliga a nadie a abortar. Sólo reconoce algo tan fundamental como el derecho a decidir sobre el propio cuerpo. Negar ese derecho desde el poder legislativo y, al mismo tiempo enarbolar una bandera extranjera para respaldar tácitamente un genocidio en curso, revela una paradoja moral insostenible: se condena el aborto como “asesinato”, mientras se guarda silencio —o peor aún, se justifica— el asesinato masivo de civiles en Gaza.

Esta contradicción no es ingenua. Es una estrategia: consolidar poder mediante el control moral. Lo que estas parlamentarias encarnan no es una defensa de la vida, sino la imposición de una visión ideológica que despoja a las mujeres de su autonomía y a los pueblos en resistencia de su humanidad. El mensaje no es vida, es obediencia.

No se puede obviar tampoco la falta de criterio político en el fondo de este acto. El presidente Boric, con sus luces y sombras, pronunciaba su última cuenta pública en una democracia que se sostiene —precisamente— en la convivencia institucional. Usar ese espacio solemne para una performance provocadora no es valentía moral: es oportunismo. Como en los últimos días de la República romana, cuando sectores conservadores usaban la tradición para frenar el cambio, lo que aquí se defiende no es un principio, sino un orden jerárquico y excluyente.

Y es ahí donde el gesto se vuelve aún más peligroso. Porque no sólo es incoherente, sino profundamente antidemocrático. ¿Qué tipo de representación es esa que niega el sufrimiento concreto —el de mujeres que deben gestar en contra de su voluntad, el de poblaciones bombardeadas— en nombre de valores abstractos e innegociables?

Lo ocurrido en el Congreso hoy, no fue un simple acto político. Fue una advertencia: hay sectores que están dispuestos a instrumentalizar la moral, los símbolos y el poder para retroceder en derechos que han costado décadas de lucha. Y lo hacen con una narrativa que se presenta como defensa de la vida, pero que niega, sistemáticamente, la vida real de quienes no encajan en su visión.

Frente a eso, es urgente defender una ética del cuidado y la libertad. Una política que no tema a la complejidad, que abrace el derecho a decidir y que repudie tanto la imposición religiosa como la indiferencia ante el sufrimiento humano. Porque al final, una moral sin empatía no es ética. Y una política sin respeto no es democracia.

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