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“El Eternauta”: la memoria como resistencia frente al horror

Por Claudia Molina B. Cuando El Eternauta volvió a irrumpir en la escena pública en forma de serie, no sólo se activó el fervor de una generación que creció con el cómic de Oesterheld: se abrió también un portal a la memoria viva, a esa zona profunda donde la ficción y la historia se abrazan […]

Por Claudia Molina B.

Cuando El Eternauta volvió a irrumpir en la escena pública en forma de serie, no sólo se activó el fervor de una generación que creció con el cómic de Oesterheld: se abrió también un portal a la memoria viva, a esa zona profunda donde la ficción y la historia se abrazan con crudeza. La adaptación audiovisual del clásico argentino no escapa a la coyuntura: es una operación de rescate cultural, pero también un grito político en un país donde los derechos humanos siguen siendo campo de disputa.

El cómic original, escrito por Héctor Germán Oesterheld e ilustrado por Francisco Solano López entre 1957 y 1959, fue concebido en un contexto cargado de violencia estatal. Apenas un año antes, en 1956, los fusilamientos del basural de José León Suárez habían marcado a fuego el inicio de la autodenominada Revolución Libertadora. En paralelo, Rodolfo Walsh publicaba Operación Masacre, iniciando una genealogía literaria de denuncia contra el terrorismo de Estado. Esa coincidencia no fue azar: fue síntoma.

Oesterheld no era, entonces, un militante. Era un humanista, un hombre de ciencia con sensibilidad social, que usó la historieta —un medio popular, accesible y profundamente argentino— para construir un relato de resistencia. El Eternauta planteaba una invasión alienígena como metáfora del poder opresor, pero ubicaba la lucha en los barrios, entre vecinos que se organizan, que no esperan a los héroes de siempre. La resistencia era colectiva, sin mesianismos. Una política de la solidaridad frente al espanto.

Décadas después, el destino del autor reafirmó esa visión trágica y profundamente ética. Oesterheld y sus cuatro hijas fueron desaparecidos por la dictadura militar de 1976, tras su adhesión a la militancia montonera. Pagaron con sus vidas la osadía de imaginar otro país. Su obra, sin embargo, sobrevivió. Y no solo eso: sigue creciendo, transformándose, reclamando nuevos lenguajes.

La nueva serie no rehúye este legado. Retoma la historia donde el cómic quedó trunco y la enlaza con los hilos rotos de nuestra historia reciente. Es también una apuesta estética por narrar el horror sin banalizarlo, con una carga simbólica que trasciende lo literal. Las máscaras, la nevada mortal, los invasores invisibles: cada elemento remite a los mecanismos del terror real, al clima de miedo, delación y silencio que marcó los años más oscuros de la Argentina.

En tiempos donde algunos discursos niegan, relativizan o banalizan las violaciones a los derechos humanos, El Eternauta vuelve como un antídoto. Nos recuerda que la memoria no es una reliquia, sino una herramienta viva. Nos enfrenta a preguntas incómodas: ¿qué haríamos hoy ante un avance autoritario? ¿Qué formas de organización, de afecto, de coraje podríamos construir?

Esta serie, entonces, no es sólo una adaptación. Es una intervención cultural, un acto de memoria activa. Es una advertencia y una esperanza. Porque como escribió Oesterheld, “el héroe verdadero es el héroe en grupo, el héroe solidario”. Y ese héroe —ese pueblo— todavía está de pie.

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