Por Claudia Molina B.
La reformalización de Kathy Barriga, exalcaldesa de Maipú, representa un nuevo hito en la larga lista de casos donde el poder político, el espectáculo y la justicia se cruzan para garantizar impunidad en cámara lenta. Acusada por el Ministerio Público de fraude al fisco, falsificación de instrumento público y una serie de otras irregularidades durante su gestión, la otrora influencer municipal sigue beneficiándose de un trato judicial privilegiado. El tribunal decidió mantener sus medidas cautelares: arresto domiciliario nocturno, firma mensual y prohibición de salir del país. Nada cambia, aunque todo huele peor.
Barriga, símbolo de una gestión populista con estética de programa matinal y formas clientelistas de administración, ha logrado que el aparato judicial actúe con la misma tibieza con la que su sector político siempre ha enfrentado la corrupción interna. La UDI y Chile Vamos guardan silencio, evitan pronunciarse, no condenan públicamente los hechos y mucho menos asumen responsabilidad por haber sostenido políticamente a una figura que hoy enfrenta cargos gravísimos.
En un país donde las alcaldías han sido, durante décadas, uno de los principales bastiones de poder territorial para la derecha, lo de Maipú no es sólo un caso individual. Es parte de una estructura más amplia, donde el caudillismo local, el uso instrumental del presupuesto público y la cultura del “rostro político” han sido mecanismos de reproducción del poder. El blindaje a Barriga, entonces, no es una anomalía: es una estrategia de contención de daños para que el sistema político no se desangre aún más.
La justicia, por su parte, no parece dispuesta a incomodar a quienes alguna vez fueron parte del juego institucional. ¿Cuántos funcionarios, mujeres y hombres, con menor visibilidad o poder, enfrentarían este tipo de imputaciones durmiendo en su casa y grabando stories en redes sociales? La justicia no puede seguir aplicándose según el capital político, el rating o el apellido. Porque lo que está en juego aquí no es sólo el dinero de los contribuyentes, sino la credibilidad del Estado y de sus instituciones democráticas.
El caso de Kathy Barriga debe ser un punto de inflexión. No sólo para avanzar hacia una justicia más rigurosa y equitativa, sino también para exigir que el sistema político deje de proteger a sus símbolos caídos. Si no se sanciona con fuerza este tipo de corrupción, si no hay consecuencias reales, el mensaje que se envía a la ciudadanía es que el poder todo lo puede… incluso zafar de la ley.
Porque cuando la justicia no es ejemplar, la política deja de ser democrática.